
El tiempo, que no tiene ningún otro límite que el que le intenta poner cada uno de nosotros,  es un mar sin fin que nos rodea.  Es un presente continuo  y sin marejadas.  Y nos atrapa a tal punto que no tiene variantes en ninguna dimensión más que en la ilusión regulada por las mentes y cuerpos.  Al tiempo lo respiramos y lo evitamos.  Lo disfrutamos y lo perdemos.  Estamos sincronizados en una danza despareja de a dos.    Y nos quedamos con nuestras sensaciones, nuestra creación; adentro.  Nada de lo que viene de aquí, desde aquí mismo en sí, detrás de los ojos, está allá afuera; allí afuera.  Donde el tiempo más se dobla; donde más se desdobla, es aquí.  Y tiene más lugar en cierto sentido. En donde están más cerca el sentimiento y la voluntad.  Allí el tiempo se encuentra, y a él (o ella) le encontramos un lugar.  Enorme o pequeño para nosotros, al tiempo siempre lo hacemos entrar. Sin detenerlo ni entenderlo.  Sin creerlo vivo en realidad,
 
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