viernes

Amor

El amor es incomprensible. De lo único que uno puede estar seguro es de su impetuosidad y naturaleza extrañas. Tan extraño es, que sólo los humanos lo sentimos y cada persona a su manera; seis mil millones de maneras. Lo del amor es algo intangible, intransferible y alienador. Es como si fuera una bolsa de plástico que no deja respirar a la razón. Como un vendaje que no deja a los ojos ver con su claridad cotidiana los defectos del otro. El amor hace que los dos hemisferios del cerebro parezcan dos ruedas arando sin cesar, sin avanzar a ningún lado y desgastándose en el intento. La mente se empecina en encontrar respuestas a las cosas, a los dichos y a los gestos de la otra persona, malgastando a toda máquina las neuronas. A veces pienso que en un estado de completo alcoholismo uno construye pensamientos más auténticos y claros que estando ahogado en una inmensa lágrima de amor sin sentido. Drogado, hasta uno pierde la noción de que existe algo siquiera semejante a tal mutación del sentimiento. En estados provocados por factores exógenos, forasteros al cuerpo, uno apenas da relevancia al cariño hacia los demás. Pero el amor, eso surge desde adentro; no se lo administra. Uno lo experimenta, lo percibe al principio y de repente explota como un volcán interior que arrasa con todo. Arrastra cosas ya construidas previamente, como prejuicios, ideas, certezas, rencores, o antiguas sensaciones y creencias. La lava del amor inunda todo a su paso y quema en el centro mismo del pecho. Uno casi que puede escuchar ese ruido, y no puede detenerlo por más que sabe cual es su fuente. Este ímpetu no conoce de reflexiones exhaustivas, de pensamientos finamente estructurados. La mente se fractura, y las ideas van y vienen por un laberinto sin sentido, sin ningún orden y sin una salida definida. La adrenalina negra que fluye, todas las sustancias orgánicas naturales del cuerpo, son como drogas un caramelo de menta frente a la madre de todas ellas que es el amor. Esta droga es insustancial, latente, intemporal, omnipotente y embalsamadora de nuestros inocentes sentidos primitivos, que frente a tal cortina de espejismos, su función real queda relegada. Uno no ve las cosas ni mejor ni peor, sólo divisa lo que la magia negra del amor le dicta. Uno no escucha la realidad, sino que los sonidos después de entrar a la mente, se distorsionan y rebotan infinitos entre las sienes. Uno no huele sólo un perfume, sino que percibe ese gran bálsamo, tan penetrante que hasta parece que se lo puede acariciar. Y con respecto al gusto y al tacto, bueno, habría que hablar de si el que lo experimenta es afortunado o no. Para el tacto la experiencia se convierte en subliminal y con la boca uno se traslada a otro espacio. Pero todo esto pasa con el amor unilateral, con el que no es devuelto. Uno solo se escucha a si mismo, y no encuentra un mensaje gemelo que anule la inevitable insatisfacción. Ese vértice insatisfecho, de frustración y, peor aún, de vacío inconmensurable, provoca en la persona sentimientos derivados. Aparece el odio, surge la culpa, y hasta se improvisa un masoquismo espiritual. ahí termina la etapa donde en toda cosa está implícita la belleza de la otra persona, donde uno hasta encuentra lo bueno en lo que sólo es malo, y le parece que el mundo entero tiene un sentido positivo en extremo. Sin embargo todo es una ilusión. Y un cierto día uno elige, casi obligado, porque el tamaño gigante de la mente y los límites del cuerpo no lo soportan más, desperdigar en un acto de inconciencia pura todos estos sentimientos. Y maldito es ese cierto día, si todo eso se evapora en la otra persona. Nacen sensaciones tenebrosas que lo hacen a uno temblar como si se hubiera provocado a si mismo un acto vandálico y de terrorismo. Pero simplemente, eso es el síndrome del último episodio de esa droga que es el amor. Como si uno hubiera estado envuelto en cinta adhesiva todo ese tiempo y se la quitaran toda de golpe. La piel es de gallina, las manos son agua, los ojos son dos esferas sin sentido y la mente es un bostezo eterno y calamitoso. Las palabras tardan siglos en encontrar la boca y las hormonas son maíz en una olla. Y todo para nada. Todo un proceso de magias y contramagias sin ningún final pragmático. Un reloj de arena que se rompe en un instante incógnito.

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